viernes, 29 de agosto de 2014

Visiones inexplicables del liderazgo



(Un texto de Carlos Salas en el suplemento gastronómico de El Mundo del 14 de septiembre de 2008)

Al regresar a su casa en Houston, después de una partida de caza, el abogado Joseph Jaworski se encontró a su esposa en el salón: «Siéntate», dijo ella, «tengo algo muy importante que decirte». Se había enamorado de otro hombre. Jaworski durmió aquella noche en un motel de carretera «solo y devastado».

Jaworski era uno de los abogados más sobresalientes de su despacho, y además había puesto en marcha por su cuenta una compañía de seguros y una refinería en Alaska que, tras venderlas, le supusieron nadar en una bañera de dinero. «Me había casado con mi novia de instituto, Fran, y estábamos criando a nuestro hijo. Teníamos todo lo que podíamos pedir: mi vida profesional era muy satisfactoria, teníamos una casa grande y cómoda en un vecindario precioso, todos los bienes materiales que deseábamos». Era 1975 y tenía 41 años.

Entonces hizo algo inesperado: «Compré un billete para París y emprendí un viaje por Europa de siete semanas». Jaworski se coló en un gran premio de Fórmula 1 haciéndose pasar por periodista, y fue entonces cuando su constelación de emociones interiores empezó a girar en la misma dirección. «Ver a los conductores pasarse unos a otros en las curvas a más de 300 kilómetros por hora y a distancias mínimas es una experiencia asombrosa y singular... Es algo de lo que no se suele hablar pero todos los pilotos profesionales reconocen que en su carrera de alta competición entran en algún nivel, en un estado de conciencia alterada».

Jaworski lo denominó «estado colectivo de flujo». Comenzó experimentando estados espirituales que le permitían conectar con los demás «de un modo y a un nivel que nunca antes había experimentado». ¿Se podría usar ese estado para crear algo nuevo? Fue entonces cuando cayó en sus manos el manuscrito de Robert Greenleaf titulado El servidor como Iíder (Servant leadership). El título impactó a Jaworski porque poner el liderazgo al servicio de alguien era lo contrario a lo habitual.

Regado con estas semillas, Jaworski se tomó un par de semanas para meditar en las montañas de Colorado y le surgió la idea de crear un instituto que pusiera el liderazgo al servicio de los demás. Se llamaría Forum Americano para el Liderazgo. Ser jefe ya no consistiría en «hacerse cargo de», sino en crear un equipo que vibrase en la misma longitud de onda y capaz de mover montañas.

Jaworski se dio cuenta de que ese estado de acoplamiento es el mismo que conocen bien los entrenadores y los deportistas. Consiste en esos momentos en los que los jugadores se sienten formar parte de un todo, donde intuyen los pases, adivinan los movimientos y finalizan las jugadas con éxito. En el baloncesto se lo llama «estar en racha», y la única forma de cortar esa sincronía es el momento en que el equipo contrario pide tiempo muerto. Los palistas de canoa, las sirenas de la natación sincronizada, y cualquier juego en equipo, debe gran parte de su éxito a entrar en ese estado de flujo. ¿Y los equipos formados en las empresas? ¿Por qué no?

Jaworski organizaba grupos de trabajo que salían al campo a compartir experiencias, pero no precisamente para cortar margaritas y cantar cogidos de la mano, sino escaladas difíciles y arriesgadas en las que la vida de uno dependía de la mano del otro. De este modo fue creando una escuela de líderes que «se dejaban la piel por los demás». La idea de estos cursos era ir incrementando el grado de dificultad. La última prueba del programa de Jaworski consistía en el ascenso a una cumbre de 4.358 metros. Las diferencias raciales y de grupo quedaban atrás a medida que arrostraban tormentas eléctricas, frío, pendientes pronunciadas, rozaduras, torceduras, calambres, y al final, falta de oxígeno a 30 grados bajo cero en medio de mareos y vómitos. Pero cuando llegaban a la cumbre, ese grupo de futuros líderes ya no tenía ninguna frontera entre sí. Todos se habían transformado. El alcalde, el ejecutivo, el líder sindical, el jefe de policía, el periodista o el broker.

Estas cosas se pueden encontrar en su libro Sincronicidad: el camino interior al liderazgo (Paidós). No es un texto nuevo, pues se publicó en 1996 en EEUU, y hace tres años en España, pero creo que de toda la marea de ensayos sobre cómo formar equipos, éste es uno de los que más se acerca a definir esos estados de ánimo pues los relaciona con la psicología y hasta con la física moderna, ya saben, por aquello de «estar en la misma longitud de onda». Por razones inexplicables, llega un momento en el que las orquestas funcionan como un solo concertista, los equipos deportivos conectan y los grupos de trabajo encuentran su química. ¿A qué se debe?

Es un estado emocional, está claro. Por eso por aquellas fechas el libro de Daniel Goleman Inteligencia emocional cosechó también tanto éxito (en España fue publicado en 1995, ese mismo año, por Kairós), así como su secuela La inteligencia emocional en la empresa (Vergara). Un jefe que tenga empatía y conecte con los demás, sacará mucho más provecho de su equipo.

Es una verdad que se empezó a demostrar en los años treinta del siglo pasado. El profesor EIton Mayo realizó unos experimentos en Chicago para descubrir la productividad de un equipo de personas. Escogió un grupo de voluntarios y los puso bajo la supervisión de un jefe que les estimulaba, les hacía sentir importantes y se preocupaba por cada uno de ellos. Los resultados fueron tan buenos que nació la técnica del team building.

Hoy se hace de otra forma: se planean jornadas al aire libre, partidos de golf, escaladas y mucho outdoor training para crear ese «estado de flujo», algo que la psicología todavía intenta explicar. Valdano, el ex jugador del Real Madrid, afirma que un equipo es «un estado de ánimo». Pero llegar a ese estado de ánimo no es fácil pues sobreviene como las revelaciones místicas: un día, un equipo sincroniza sus esfuerzos y funciona como un solo ente. Pero nadie sabe ni por qué, ni cuándo ni cómo sucede. Prometo descubrirlo en estas páginas.

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