(Un texto de C. Otto en elconfidencial.com del 17 de abril de 2017. Y es que conviene recordar que el emprendimiento no es para todo el mundo.)
¿Qué pasa cuando un emprendedor fracasa y se enfrenta a las deudas, a Hacienda y a su propia angustia? Estos cuatro nos cuentan su experiencia: no se la desean ni a su mayor enemigo.
Cuando llegó la crisis, en España empezó a instaurarse la filosofía del discurso emprendedor, que en los últimos años nos ha traído un vaivén de altas y bajas en el Régimen Especial de Trabajadores Autónomos (RETA). Este discurso se nutre de frases como 'Si quieres, puedes', 'Sal de tu zona de confort', 'Persigue tus sueños' o 'El único fracaso es no intentarlo'. Sin embargo, de poco sirven estas frases en la vida real cuando tu proyecto fracasa y debes afrontar las consecuencias.
La narrativa emprendedora suele estar incompleta. Los emprendedores que triunfan cuentan los ingredientes de su éxito allá donde van, pero los que fracasan suelen dar el silencio por respuesta. ¿Qué pasa cuando una persona fracasa con su proyecto y se enfrenta a las deudas,
a los proveedores, a Hacienda o incluso a la pérdida de su casa? Lo que
sigue son cuatro historias de emprendedores que fracasaron en su
aventura y tuvieron que abordar una situación que no desearían ni a su
mayor enemigo.
1) "Me desahuciaron y sigo endeudado"
Antonio [nombre modificado], que prefiere mantenerse anónimo por el
motivo que conoceremos al final de esta historia, es un (ex)periodista
albaceteño de 44 años que en su momento trabajó en dos gabinetes de
prensa y en una agencia de comunicación. Su aventura emprendedora comenzó en febrero de 2012,
cuando la agencia en la que trabajaba cerró y dos de los clientes le
pidieron seguir llevándoles la comunicación 'online' por algo más de
1.000 euros mensuales, con lo que no necesitaba inversión inicial. Dicho y hecho: se dio de alta como autónomo y empezó a trabajar para ellos.
Tardó poco en aumentar el volumen de clientes: "A finales de 2012, ya
facturaba lo suficiente y monté la empresa". Apenas un año después, a
finales de 2013, Antonio tenía 12 clientes y cuatro empleados en su
firma, que era rentable y no tenía un euro de deuda. Pero un cliente
'distraído' encendió la mecha: "A mediados de 2013 nos hizo un encargo
de más de 200.000 euros, hasta teníamos que contratar a tres personas
nuevas. Yo tenía muchas dudas, así que firmamos un contrato con un
calendario de pagos y los intereses en caso de que se retrasasen".
Pero todo salió mal: "Era un proyecto de un año, y a los nueve meses nos dijeron que se cancelaba todo y cerraban la empresa, y
solo nos habían pagado 36.000 euros". De la noche a la mañana, entre
los encargos sin pagar, las nóminas y los despidos que tenía que
afrontar, Antonio se encontró con una deuda cercana a los 250.000 euros.
Fue entonces cuando todo se vino abajo: "Era una deuda inasumible, me pongo nervioso solo de recordarlo. Pedí dinero a varios familiares para despedir a toda la plantilla
y poder pagar sus indemnizaciones. Ese fue el comienzo del infierno:
"No solo tenía que seguir con mi trabajo, sino aumentar la facturación
para poder pagar deudas. Debía dinero al banco, a Hacienda, a algunos
exempleados y a un par de proveedores pequeños a los que no podía dejar
con el pufo. Tenía un sueldo normalísimo, 1.600 euros
mensuales, pero me lo quité para ir pagando. Con 41 años recién
cumplidos, puse en venta el piso con el que estaba hipotecado, me fui a
casa de mis padres y empecé a trabajar 16 o 17 horas diarias".
"Lo peor no era la carga del trabajo", asegura, "sino la ansiedad. Raro
era el día que conseguía dormir más de tres o cuatro horas; estaba
agotado, pero con una ansiedad que no le deseo ni a mi mayor enemigo.
Era imposible estar bien emocionalmente, pero tenía que trabajar y salir
a vender. Recuerdo haber ido a reuniones habiendo dormido una o dos
horas, era insoportable".
Cualquier gasto suponía una millonada: "Cuando tenía que estar todo el día en reuniones, iba con tres o cuatro euros como mucho.
A mediodía me iba a Mercadona a comprar algo por uno o dos euros o
cogía un bocadillo en un bar. Un día me surgió una reunión improvisada
en una cafetería y tuve que elegir entre invitar al cliente al café o
comer yo ese día. Ya te imaginas lo que hice... Lo de no comer a
mediodía se convirtió en costumbre: si salía de casa a las ocho de la
mañana, no volvía a comer nada hasta que volvía por la tarde-noche
porque no tenía un duro, es que no tenía ni para un bocadillo...".
En 2015, Antonio sufrió el
mayor palo de todos: "Le dije sinceramente al banco que no podía pagar
mi hipoteca. Desde mediados de 2014 no había podido pagar ni un solo mes
y con la deuda empresarial que tenía no veía forma de poder hacerlo. El
banco me apretó y yo estaba hecho polvo, así que casi no puse ni
resistencia. En mayo me habían quitado el piso".
Antonio siguió trabajando y sufrió hasta dos embargos de su cuenta bancaria por parte de Hacienda. Empezó
a trabajar de camarero los fines de semana y a finales de 2016 se
trasladó a Madrid para trabajar de recepcionista en un hotel: "Para que
mis jefes no se enterasen del embargo de Hacienda, volví a pedir dinero
para pagar esa deuda. Ahora vivo en un piso compartido, trabajo ocho
horas en el hotel y en cuanto puedo sigo haciendo encargos para
clientes. Tengo 44 años, tú me dirás si esto es vida. Yo soñaba con formar una familia, pero ya me puedo ir olvidando".
Por suerte, su actual jefe le ha echado un cable: "Desde el principio
nos llevamos muy bien, así que un día se lo conté. Se ha portado genial
conmigo: me adelantó dos meses de sueldo, y, cuando tenemos poco
trabajo, me dice que me vaya a casa o me deja trabajar en el hotel. Los
que no saben nada de esto son mis clientes: si me sacas en el reportaje,
por favor, no pongas mi nombre real".
A día de hoy, Antonio sigue trabajando entre 16 y 17 horas diarias. En
su ordenador tiene la misma hoja de Excel con las deudas que aún
mantiene y las que, por suerte, va liquidando: "Todavía debo algo menos de 100.000 euros. Si todo va bien, me los habré quitado de encima a finales de 2019 o principios de 2020".
2) 11 años para una deuda de seis cifras
En 2001, el emprendedor Javier Echaleku
abandonó su trabajo en Inditex y montó por su cuenta una empresa de
diseño y producción de calzado. Al principio no le fue mal,
precisamente: "En esos años, llegamos a facturar más de cuatro millones de euros, pero a los cuatro años nos pegamos un trompazo de tres pares de narices". Tras la quiebra técnica, "cada socio asumió una parte de deuda, la mía era de seis cifras".
Javier tenía dos opciones: "O intentaba afrontar la deuda personal o
abandonaba, que era lo que muchos me recomendaban. Abandonar implicaba
cerrar la empresa, declararme insolvente, dejar de existir para los
bancos y asumir que nunca más tendría nada en propiedad. Algunos incluso
me recomendaban irme del país, ya que en cuanto tuviese trabajo me embargarían la nómina".
Optó por lo primero: durante (demasiados) años, diseñó una hoja de
Excel con todas las deudas. Se buscó un trabajo por cuenta ajena, se
sumergió en la austeridad más absoluta y, muy poco a poco, empezó a ir
tachando deudas a medida que las iba liquidando.
Pero la cosa tenía que acelerar: "Con un sueldo no podría asumir todos
los pagos, necesitaba más dinero", así que en 2008 montó Kuombo,
la empresa que nueve años después les da de comer a él y a sus cerca de
15 empleados. "No ha sido un camino fácil", reconoce. "Hemos estado a punto de cerrar tres veces.
Hay veces que te planteas tirar todo por la borda y abandonar". El
infierno de Javier acabó el pasado 30 de marzo: "Ese día pagué el último
recibo del último préstamo del último banco. Ahora sí: ya soy
totalmente libre". La recomposición le ha llevado nada menos que 11 años.
3) Embargada, endeudada y parada
Rocío también nos pide que ocultemos su nombre real. Esta arquitecta de
31 años decidió lanzarse a la aventura empresarial en 2014, tras haber
trabajado de manera precaria para tres estudios de arquitectura. En su
caso, contaba con una dificultad añadida: "En el primero estuve siete
meses como falsa autónoma, así que cuando emprendí ya no tenía tarifa
reducida, pagaba 264 euros al mes de cuota".
Su posición, asegura, nunca fue demasiado buena: "Salía a vender mucho,
pero pillé una época en la que no salían demasiados proyectos. Tuve un
cliente bueno al que hice un encargo de 12.000 euros, pero lo demás eran
cosas muy pequeñas". Pese a todo, intentaba ser constante: "Había
calculado ser rentable a partir del primer año, así que el banco me dio un préstamo de 10.000 euros
para ir tirando". Pero se equivocó: "No remontó para nada. No paraba de
trabajar, así que no tenía tiempo de salir a vender. Lo intenté con un
comercial externo, pero en la arquitectura tienes que salir tú a vender,
no mandar a otro, y yo no tenía casi tiempo".
La parada de la actividad le llegó a finales de 2015: "Hacienda me embargó la cuenta y avisó por carta a tres de mis clientes,
así que mi imagen profesional cayó bastante. Acabé esos proyectos, pero
ya no me encargaron más. Decidí que eso era insostenible: no tenía
ingresos, no podía seguir endeudándome, ningún familiar podía dejarme
dinero y estaba totalmente deprimida", reconoce.
A día de hoy, la situación de Rocío es más que precaria: "Sigo con la cuenta embargada por Hacienda y al banco aún le debo 4.000 y pico euros.
Además, estoy en paro". Le preguntamos cuándo (cree que) podrá quedar
libre de deudas: "No tengo ni idea. Solo de pensarlo me pongo a temblar.
Me apunto a todas las ofertas de Infojobs, LinkedIn y demás, pero vete a
saber. Estoy desesperada".
4) "Rehipotequé mi casa para no cerrar"
Juan Luis Polo es un emprendedor conocido en el sector digital español gracias al éxito de su empresa, Good Rebels
(antes llamada Territorio Creativo), pero no siempre fue así: en este
tiempo, se enfrentó a un casi inevitable cierre, al rehipotecado de una
casa y a una depresión por parte del propio emprendedor. Territorio
Creativo nació en 1997 y a mediados de 2001 tenía cerca de 30 empleados. Sin embargo, entre 2001 y 2002, las empresas 'puntocom' cayeron en picado y con ellas se llevaron casi todos sus proyectos.
"Ahí nos dimos con la famosa ley de Pareto: el 80% de lo que facturábamos venía del 20% de clientes,
y la mayoría cerraron", nos cuenta. "Estuvimos un tiempo aguantando el
tirón gracias a préstamos familiares, de bancos... pero a los ocho meses
estábamos prácticamente quebrados. Solo pudimos reunir dinero para
despedir a la gente. El agujero tenía nombre y apellidos: 240.000
euros".
Sin financiación y rozando el concurso de acreedores, Juan Luis y su
mujer tuvieron que tomar una decisión: "Acabábamos de pagar la hipoteca
de la casa en la que vivíamos con nuestros hijos, así que la
rehipotecamos y la añadimos al capital social de la empresa para empezar
a pagar las deudas y recuperarnos. Lo pasé muy mal y se lo hice pasar muy mal a mi familia.
Todo esto te genera un nerviosismo que te supera. Lo que más me quitaba
el sueño era volver a tener ganas de salir adelante y hacer crecer la
compañía".
Por suerte, la cosa pudo remontar: "Reorientamos toda nuestra
estrategia, nos pusimos a vender como locos (cosa que no habíamos hecho
antes) y allá por 2005 teníamos la empresa aún con deudas, pero ya
encaminada". Sin embargo, en 2009 la empresa tuvo un retraso puntual en
el pago de nóminas, lo que desembocó en una crisis reputacional y en que
a Juan Luis le diagnosticaran una depresión. Por suerte, el apoyo psicológico y familiar (especialmente de su mujer, a la que llegó a dedicar un artículo en su blog)
hizo que superase el bache. Con el tiempo, la compañía siguió yendo
para arriba: "A partir de 2010 pegamos un subidón y lo hemos mantenido
hasta ahora. Pero las deudas seguían ahí: algunas las terminamos de
pagar cuando crecimos definitivamente".
A día de hoy, por suerte para todos, Good Rebels está en su mejor momento: tiene cerca de 130 empleados, está presente en cinco países, en 2016 facturó 7,5 millones de euros (frente a los 300.000 de 2009) y, lo mejor de todo, la cosa no hace más que seguir creciendo.
¿Ha ido muy lejos el discurso emprendedor?
Al conocer estas situaciones nos surge una pregunta: ¿nos hemos pasado en España con el discurso emprendedor? ¿Hemos pecado de optimismo? ¿Hemos lanzado a muchos jóvenes a emprender
sin ofrecerles la otra cara de la moneda? ¿Se ha obsesionado alguien
con que los parados salgan urgentemente de las listas del INEM, pasen a
engrosar la lista de autónomos y se arriesguen a un posible fracaso
cuyas consecuencias casi nunca salen en prensa?
Antonio lo tiene claro: "Nos hemos pasado tres pueblos. Y no lo digo
por mí, que ya tenía una edad para saber a qué me enfrentaba, sino por
la gente joven. Hay chavales que trabajan como precarios, que están en
paro o que incluso no han trabajado en su vida. Los políticos no quieren
verlos en las listas del paro, así que los han lanzado a emprender de manera suicida. Y si les va mal, no pasa nada: cuando ellos se den de baja como autónomos, otros se darán de alta".
Rocío incide en esta postura: "No puedo culpar a nadie de mi situación, ya soy mayorcita, pero está claro que solo nos han vendido lo bueno.
Nos sueltan un rollazo de que emprender es maravilloso, de que tenemos
que perseguir nuestros sueños... Es una chorrada. Para mí ser
emprendedora no era conseguir ningún sueño, era trabajar y punto. Cada
vez que veo a alguien con ese discurso, le cuento mi experiencia. No
para desanimarle, sino para que al menos tenga la historia completa".
Para Juan Luis Polo, la clave está en el término medio: "Hemos pasado
de ser un país con poco discurso emprendedor a uno en el que te anima a
emprender gente que no ha montado una empresa en su vida". Además, él y
Echaleku coinciden en un punto: "Hay que aprender a vender.
Que seas muy bueno haciendo algo no quiere decir que te vaya a ir bien
emprendiendo. Si quieres que te salga bien un negocio, tienes que
vender, vender y vender".
En cualquier caso, parece evidente que el relato emprendedor está
incompleto. A menudo nos llenamos de discursos llenos de éxitos, ventas
millonarias, inversiones mastodónticas
y satisfacción personal, pero queda la otra cara de la moneda: cuando
un emprendedor fracasa y tiene que asumir el infierno que se le viene
encima. Una cara que es mucho más frecuente... y que es dura de narices.